Cadena mental.

Cuando decida qué es lo correcto y crea que es tiempo de hacer funcionar el divino engranaje, debe deslizarse por cinco horas sobre una superficie de asfalto. Sabrá cuando ha llegado, no sólo porque quien la ha llevado se ha detenido, sino porque la bomba parecerá estallar.
Notará, si es lo correcto, que sus manos empiezan a volverse húmedas, que su estómago se vuelve un pequeño engranaje mal encadenado, y mirará hacia abajo para ocultar lo que a nadie le interesa.
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De vez en cuando, debo admitir, me sentía casi etérea dejándome llevar hacia donde diera la dirección el viento. Y cuando volvía a ser nulo, bajaba de las nubes para cuestionarme si podía vivir siempre ahí.
Desde marzo, no había nubes grises en invierno. Caminaba con el paraguas en contra el viento, y sujetaba mi gorro burdeo para que no volara. Pisaba las hojas amarillas de Barros Arana pensando en lo cálido de sus mensajes, miraba mi reflejo en aquellos edificios gigantes y sonreía. De alguna forma, el viento que danzaba hacia el norte, me decía a dónde tenía que ir. El día era soleado, y las nubes blancas deslizaban el vaivén de mi andar.
El tiempo pasó, y el viento crecía en Concepción. Miraba mis muñecas atadas a la cadena gruesa y gris. Suspiraba para quitar el peso de ellas. La larga cadena formada por unidades de razones por las que no tenía que volar, apenas permitía elevarme un par de metros, sin aventurar más allá. En abril un temporal decía lo que el metal querían ignorar. Caminaba por la calle atestada de hojas amarillas, diciéndome que valía quedar pegadas en la tierra en vuelo. Que algunas podían volar infinitamente. Que no temiera. Sólo miraba mis muñecas y ellas callaban. Para mayo sólo se intensificó. Las cadenas parecían oxidarse contra la lucha de la incertidumbre de lo inevitable. Un día de junio llegó el tifón. Se deslizaba por la ciudad buscando incesante las cadenas para romperlas. Elevando mis manos, un suspiro aliviado indicaba que no vería mis tierras por un tiempo.
El aire era dulce, entre la miel y la canela, el corazón agitado, los colores damasco. Miré hacia el norte y estaba el que generaba el ventisco. Entonces una brisa danzó mi cabello. Sonreí. Y todo paró de una vez. Dulce, gravitante y embelesada era todo en lo que me convertía. No había calculado cuánto me llenaba. Cuánto de sus gestos podían alojarme.
Un repeluzno recorría cada vertebra posada sobre el colchón. Algo pesaba en mis brazos. Un rayo iluminado atentaba con temer lo peor. Pero ya lo sabías, ¿qué cuestionas? Despierta, Pamela.

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